El ex primer ministro chino Li Keqiang falleció este viernes en Shanghai a los 68 años a causa de un infarto. Li, que ocupó el cargo durante una década, hasta marzo pasado, sufrió una crisis cardíaca el jueves y “a pesar de todos los esfuerzos para salvarle, murió a las 00.10 horas”, según el canal público CCTV.
El exjefe de gobierno había permanecido alejado de la primera línea política desde que fuera sustituido hace siete meses -al final de su segundo mandato de cinco años- por Li Qiang, un confidente del presidente Xi Jinping.
Li, que construyó su poder en la Liga de las Juventud Comunista de China y que luego fue durante años el número dos del Partido Comunista Chino (PCCh), era a la vez el principal valedor del sector privado y de la inversión extranjera en la cúpula del poder. No en vano, estaba considerado, dentro de la “Quinta generación” de dirigentes, como un hombre del anterior presidente, Hu Jintao, que fue quien lo promovió a vice primer ministro.
Desde dicho puesto, Li llegó a ser uno de los candidatos más firmes a la presidencia de China, carrera que perdió en favor de Xi Jinping, siendo elevado a primer ministro como premio de consolación. Xi lo mantuvo como teórico número dos durante el máximo preceptivo de dos mandatos -límite que no vale para él- pero a cambio limó seriamente sus competencias. Sobre todo en el segundo mandato, cuando todo el mundo daba por supuesto que Li aplicaba, más que diseñaba, la política económica.
Cabe decir que el relativo liberalismo de Li -sobre todo en lo económico- chocó con la visión más estatista de Xi, empeñado en recuperar algunas de las esencias del Partido Comunista, tras el crecimiento desbocado y generador de desigualdades lacerantes de las dos o tres últimas décadas. Frente a la apuesta estratégica de Xi Jinping por los grandes conglomerados públicos, Li actuaba como valedor del sector privado. Li también impulsó rebajas de impuestos a las empresas por un valor equivalente a más de 990.000 millones de euros.
Sin embargo, su promoción incansable de la iniciativa individual no se vio acompañada de un marco regulatorio a la altura. En 2018, las plataformas de préstamos entre particulares que él había elogiado -llegó a haber cerca de tres mil- se hundieron casi sin excepción y millones de pequeños inversores perdierons sus ahorros. Fue la puntilla.
Asimismo, la pandemia primero y la conflagración de Ucrania, después, segaron la hierba bajo los pies de los que, como Li, predicaban un papel cada vez más testimonial del Estado.
Nacido en 1955 en la provincia oriental de Anhui, Li ingresó en el Partido Comunista de China (PCCh) en 1976 y fue ascendiendo en las Juventudes Comunistas, hasta que en 1998 se convirtió en el gobernador más joven de China, al frente de la provincia central de Henan.
Tras ocupar la jefatura del PCCh en esa provincia y después en la de Liaoning, Li consiguió entrar en el Comité Permanente del Partido en 2007 y apenas un año después ascendió a vice primer ministro, con Wen Jiabao como primer ministro. Llegaría a relevar a este, aunque sin gozar ya del mismo poder. Encarnando igualmente, eso sí, el rostro amable y cercano del régimen, frente al envaramiento presidencial de un Xi Jinping o un Hu Jintao.
En la poco ceremoniosa salida de este último, hace un año, en el 20 Congreso del Partido Comunista, el anciano Hu le dio unos golpecitos en la espalda a Li mientras lo sacaban de escena. El tecnócrata Li sabía ya entonces con certeza que su tiempo también se había acabado y que no habría otra excepción que la de Xi para el límite de dos mandatos. De hecho, el primer ministro ni siquiera figuraba entre las dos docenas de integrantes del nuevo Politburó.
Jurista y economista de formación, su afabilidad y curiosidad intelectual era reconocida incluso por sus adversarios. Era también uno de los pocos dirigentes chinos de su nivel con dominio de una lengua extranjera, en su caso el inglés, lengua también de trabajo de su esposa, una especialista en literatura estadounidense con la que tenía una hija.
Li puso en duda la fiabilidad de las estadísticas económicas ante el embajador de EE.UU., confiándole que se fiaba más de parámetros como el consumo eléctrico, el tráfico de mercancías o el volumen de crédito. Una combinación con la que el semanario The Economist conformó el “índice Li Keqiang”.
En marzo, en su último discurso ante el pleno, Li Keqiang estimó que “las incertidumbres crecen en el exterior. La inflación global se mantiene alta, la economía y comercio globales pierden fuelle y hay una escalada de intentos externos para pararle los pies a China”. Era lo que su auditorio quería escuchar. Sin embargo, unos meses antes, en una visita a la ciudad de Shenzhen -el Silicon Valley chino- pareció volver a por sus fueros. “Las reformas y la apertura chinas continuarán. Ni el río Amarillo ni el Yangtzé pueden volver para atrás”.
Ha muerto en Shanghai, joya de las reformas. La metrópolis que ya brilló con las antiguas concesiones a potencias extranjeras y que Mao relegó, pero que el gatuno Deng Xiaoping devolvió a los altares de la producción y el comercio, sin preocuparse mucho de su color, mientras cazara ratones.
El anuncio del fallecimiento de Li Keqiang prácticamente ha coincidido con el esperado encuentro en Washington entre el ministro de Exteriores chino Wang Yi y su homólogo estadounidense Antony Blinken. Su misión, pactar el primer encuentro en un año entre los presidentes Xi Jinping y Joe Biden, mientras al mundo le saltan las costuras.